Hace casi tres meses llegué a Reino Unido y aunque no he recibido ataques racistas aún, ya me gritaron: “Masks don’t work!”, por usar mascarilla en la calle. Después del aislamiento obligatorio al llegar al país, en mi primera salida vi una manifestación en la que decenas de personas gritaban consignas sobre conspiraciones, sin usar cubrebocas. Por un momento, me costó recordar el tiempo en que no eran parte de nuestra vida. El primer día que visité un supermercado en Ecuador hace varios meses después de algún tiempo de encierro, me sorprendió la fila para entrar y las diversas medidas que se utilizaban: gente que parecía disfrazada de astronauta, máscaras químicas, mascarillas con respiradores y sin ellos. A veces, mientras camino en un parque rodeada de gente sin mascarilla en Londres, no me creo haber llegado hasta aquí, en un tiempo tanto o más apocalíptico que el que había imaginado cuando era niña y esperaba el fin del mundo en el 2000.
Al iniciar el 2020, habíamos decidido junto a Marielena, mi pareja, dejar el lugar que habitábamos en Quito. Consideramos mudarnos a un departamento que, a pesar de ser pequeño, se ajustaba a nuestro presupuesto, estaba en un sector más o menos seguro y nos quedaba cerca de nuestros lugares de trabajo. De todos modos, pensamos, es mayor el tiempo que pasamos trabajando que en casa. Nos preocupó la falta de espacio para los gatos, eso sí; pero no nos pareció del todo grave.
Después de almorzar con mi padre por su cumpleaños, había visitado la universidad en la que estudié en mi ciudad. Hacia finales del 2019 empecé a aplicar a una beca en Reino Unido y, aunque las noticias sobre el inicio de la pandemia en Guayaquil habían empezado a circular los primeros días de marzo, en mi ciudad se sentían aún distantes. Las últimas personas que vi antes de iniciar el confinamiento en Ecuador fueron mi familia y dos de las supervisoras que me acompañaron al inicio de mi práctica clínica como psicóloga y apoyaron mi proceso de aplicación.
Los primeros días de confinamiento Marielena y yo trabajamos como si nada hubiera cambiado fuera de las pantallas, trabajamos mucho. Después de una semana la falta de movimiento nos había empujado a recorrer las escaleras hasta el último piso del edificio. Revisábamos a diario las estadísticas de contagio, yo temblaba al ver lo que ocurría en Guayaquil. Empezamos a ordenar nuestras compras semanales por internet, decidimos dejar de salir del todo, por las condiciones de salud que me convierten en población de riesgo y porque contábamos con el privilegio suficiente como para continuar trabajando desde casa. Ella aprendió a hacer pan de masa madre en el horno tostador; estrenamos una cafetera eléctrica; desayunábamos arepas y yo aprendí a hacer pudín de chía. Intenté, además, plantar un pequeño huerto en casa con semillas de albahaca, rúcula y cilantro. Ella empezó nuevos proyectos y, en varias ocasiones, estuve a punto de cruzarme en pijama en medio de una de sus videollamadas de trabajo.
Después de la muerte de un familiar, el miedo al virus se volvió más que crudo. Marielena me acompañó en el llanto y el sueño. Empezamos a bailar con videos de Youtube en lugar de caminar por las escaleras del edificio, y bailar no era precisamente una actividad común para nosotras antes de la pandemia. Nos acompañamos en silencio y a veces también pausando nuestras jornadas para abrazarnos. Vimos varias series en Netflix y nos enseñamos en Google Maps los lugares en que habíamos vivido. Desde mi barrio de infancia en Quito y la esquina que habité en Santo Domingo en Ecuador; hasta la calle en que ella creció en Caracas, Venezuela. Corpus Christi en Texas, en donde tuve mi primer trabajo. Los lugares en el Midwest, en donde terminó el Highschool y yo tuve mi primera residencia literaria, con algo más de una década de diferencia, pero con el mismo horizonte infinito. Fueron tantas las vidas posibles y, a pesar de todo, estábamos ahí, acompañándonos en el apocalipsis, en un departamento minúsculo en una urbe en medio de los Andes.
Cumplimos años en agosto; dejamos de seguir las estadísticas de los contagios; uno de nuestros gatos destruyó casi todas las plantas de mi huerto y después de desenterrar la precoz vida vegetal, se echó a dormir en el sillón como de costumbre. La angustia del fin del mundo no llegó a ellos. Los envidié, mientras les inventaba voces y discursos. A veces, también, hice yoga y jugué Kahoot con mis amigos vía Zoom. Tuve varias entrevistas virtuales en el proceso de aplicación a la maestría y la beca. Ella siempre me esperó fuera de la habitación, trabajando, entreteniendo a los gatos y preparando café. Me cuestioné en varias ocasiones el esfuerzo, en un tiempo en que hacer planes parecía arriesgado y hasta risible.
Yo, que había crecido particularmente obsesionada con el fin del mundo, estaba ahí. Entre la angustia y la confusión, pero también disfrutando ese lapso privilegiado de poder quedarme en casa con mi compañera y los gatos que adoptó antes de conocerme, y que yo adopté cuando elegí compartir la vida con ella. Después de siete meses de encierro, entre el amor y los cuidados, advertimos que en efecto el departamento era muy chico para los gatos, y para nosotras. Sin embargo, también confirmamos la posibilidad de acompañarnos sin importar la cercanía o la distancia.
Por ahora, estudio online en un cuarto en Londres, o en alguna biblioteca cuando no estamos confinados. El gobierno ha anunciado nuevas restricciones y que se detectó una nueva cepa del virus por el rápido contagio al sur de Inglaterra. Aquí anochece a las cuatro de la tarde y la mayoría de árboles perdieron ya todas sus hojas. En Quito, Marielena cuida de lo que quedó de mi huerto en una maceta, ubicada en una ventana fuera del alcance de nuestros gatos. Aunque por video llamada, se ve que aún crece la rúcula.
Adriana Borja Enríquez (Quito, 1990) es psicóloga clínica y narradora. IWP Alumni 2018, The University of Iowa. Chevening Scholar 2020. Cursa una maestría en Gender, Sexuality and Culture en Birkbeck, University of London. Parte de sus relatos han sido publicados en revistas literarias y las antologías MicroQuito I (FONSAL, 2010), Bajo las luces oscuras (CCE, 2012), Ajeno Amanecer (CCE, 2013), Escenarios (AEN, 2013), Il Futuro, un luogo nel mondo (Ibiskos, 2013), Nunca se sabe (Cactus Pink, 2017), Generazioni (Ibiskos, 2017), Señorita Satán: Nuevas narradoras ecuatorianas (Editorial El Conejo, 2017), La estrategia del ciempiés (Colectivo Quilago, 2018).
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