Mi mundo es ocre, es negro, peludo, húmedo, pink. Al entrar a él verás un túnel, un agujero oscuro, que conduce a la tierra de las féminas. Cuando llegó mi tiempo y crucé la frontera nadie me dio la bienvenida. Nadie me explicó que aterrizar en este lugar requería también dar el paso de niña a mujer y, junto con esto, pasaría a ser ciudadana de ese mundo femenino donde el tiempo es cíclico, no lineal. Aquí los inicios de una recién llegada se marcan con la sangre de la primera menstruación. Aprendí en esa misma ocasión que la menstruación en sí es un tabú, así que mejor referirse a su llegada como una visita de Andrés, de la colorada, o de los diablos de cada mes.
La llegada de la colorada fue mi pasaporte a ese mundo. Nadie me habló de eso, ni de la presencia de los seres que habitan ese mundo. Las hormonas que disfrazadas de ninfas dan órdenes a tus órganos y que manipulan tus emociones. Hay muchas de ellas como el estrógeno y la progesterona. No se dejan ver fácilmente pero sientes su presencia, real, fuerte, ajena. De quienes hablo son especialistas en dolor, ansias, enojos, tristezas, antojos, vergüenza, e ideas suicidas. Ninfas cuya misión es preparar a mi cuerpo para gestar vida y que han dejado claro que mi relación con ellas será de subordinación y obediencia. Han asegurado que su comportamiento será acorde a mi edad. ¡El descaro de mis propias hormonas! Cumpliendo su llamado biológico de crear las condiciones propicias para la reproducción de la especie, dictado por un sin fin de años de evolución humana, se cagaron en mí. No las culpo, pero se cagaron, no solo por el tiempo que me toma lidiar con ellas, con el vaivén de las emociones que me hacen sentir, sino porque también llegan sin invitación y, como sucede en la vida de todo humano, su primera visita marcó el fin de una etapa, mi niñez. Marcó la transición de la niñez a adultez, en donde de un momento a otro uno moldea un cuerpo nuevo, nace una voz nueva.
Yo no sabía de la existencia de mis hormonas. No imaginaba en ese entonces tener algo así dentro de mí. ¡La inocencia de aquellos años! Cuando conocí a la ninfa del dolor y a la de los antojos fue por accidente, ya que me tomó por sorpresa cuando me vino el periodo por primera vez. La recuerdo a ella, la niña llorando, la del rabo con sangre anunciando el fin de la pubertad. Y en ese entonces sentí todos los síntomas, todos los cólicos, la hinchazón, los senos sensibles, el cansancio, las náuseas, el calor, la desesperación, la irritabilidad, los antojos, el dolor pélvico, la incomodidad en la columna, el fastidio. Pasé toda la clase de ciencias en ese mundo nuevo, antojada de comer una fruta ácida, de tomar un caldo grasiento, y de beber una soda refrescante. En ese pupitre esperaba la niña que la clase se terminara, que al finalizar el día fuese tragada por el mismo agujero negro que la llevó allí.
El atravesar un proceso metamórfico implicó cambios del cuerpo, en la manera de sentir las cosas, el comportamiento. El aprender la aceptación continua de mi nuevo cuerpo, de mi sexo, implicó también que tendría que aprender a amar a mi vagina; un proceso largo. Si alguien me hubiese explicado todo lo que implicaría tener una no habría aceptado el reto. Si hubiese sabido que durante el periodo tendría que preocuparme de no manchar la ropa porque sangraría a flujos, que duraría no menos de una semana cada mes, y que necesitaría otra más para recuperarme de él, que nunca se habla de “la regla” en alto y se debe disimular al mencionar su nombre, que cuando llega impone su mano dura, que la sangre es impura, que tendría que practicar el pudor, el recato, la decencia y que por eso se me prohibían las salidas a la calle, que mis senos serían prisioneros de los alambres de un brasier, que tendría que conformarme porque las cosas son como son porque sos ya mujer, que cualquier paso podría ser malinterpretado porque siempre hay ojos mirando y las vecinas siempre andan pilas en busca del chisme y del escándalo, que las monjas me obligarían a prometerles pureza en frente del santísimo para garantizar la gracia, la recompensa divina para no perder la bendición de un dios cristiano que ama los sacrificios, la virginidad, el honor, la sangre, si tan solo me hubiesen dicho que brotarían partes de mi cuerpo y que las nuevas curvas que pintan mis caderas son ahora un peligro porque llaman atención no deseada y porque dicen vecinos y pasajeros obscenidades que llaman “piropos”, me hacen señas con las manos desde lejos mientras me persiguen con sus ojos cuando camino en la calle, juro que de haberlo sabido todo, yo no hubiese aceptado y hubiese optado por el regocijo en la inocencia de esos años.
Pero la verdad es que las etapas de transición no se negocian, son realidades con fechas marcadas de inicio y expiración. Está marcado el día en que nos convertimos en ese algo diferente, tan pronto llega la hora, muy tarde quizás, pero habiendo pasado ya por todo esto, aquí sofocada en calor, dándole la bienvenida a otro periodo, recordando en uno de esos flashes calurosos que se vienen y se van ese momento de transición, hoy ya sé por dónde van las cosas y que hasta previo aviso continuará siendo esta mi tradición cada mes.
Patria Quintero es parte de la diáspora salvadoreña en la yusa. Juega con las computadoras para ganarse el pan. Escritora de lo feo, mundano, del tabú y de lo maldito. Artista visionaria, amante de los vegetales, de todo lo viejo, del arte consciente, y de la limonada. Reside en Atlanta con sus juguetes y muchas plantitas.