La primera vez que fui a la gallera (bueno vale la pena decir que me llevaron, prácticamente un secuestro si nos ponemos literales) había estado bebiendo ron en un car wash desde altas horas de la mañana con unos tigueres que bebían sin piedad ni abandono. Yo quería una orden de tostones con carne salada, pero esos verdugos decían que no se podía comer hasta que no dejara de beber. Ante este abuso y cuando ya la lengua me pesaba más que dos quintales de cemento moja’o, decidí agarrar camino para mi casa.
Con camisa negra mangas cortas, abierta, pecho al aire, unas chancletas negras que había comprado en una trapera llamada Agachate Boutique en alguna pulga de Santiago de los Caballeros, caminaba por la acera haciendo un equilibro descomunal. Me balanceaba sobre la cuneta con la intensidad de un trapecista nóbel, pero la melcocha de acera no ayudaba al equilibrio.
Mientras esperaba en una esquina a que la ciudad dejara de dar vueltas, una jipeta negra pegaba un frenazo delante de mí. Los vidrios bajaron dejando escapar el ronquido de un acordeón afinado en Sol. Tres felices tigueres sacaron la cabeza y hablando al unísono no sabía si me encontraba en el Babel bíblico o en Mao Valverde. Lo que pasó luego ocurrió con una rapidez bestial. Pestañeé y ya estaba con un vasofón lleno hasta el tope de ron y gaseosa en las manos al lado de George que tocaba una güira sin misericordia. Todo ocurrió como en secciones. Sentía que cada vez que pestañeaba me encontraba en un lugar totalmente diferente. Hasta que vi el letrero, colgando de dos pencas, que rezaba: “Gallera, Pasión de Caballeros”…
“¿Qué es una ‘pasión de caballeros’? Acaso difiere en algo de, digamos, una ‘pasión de damas’? Pero ven acá caballero viene de caballo…?”
Una voz que dijo, “llegamo'” me sacó de mi espasmo-embriaguez-filosófico y, como a quien empujan, caminé dando sorbos de mi vasofón doble.
Al entrar al Complejo Deportivo Gallo Arena me sentía como en un concierto de Prong o Slayer. Espectadores alrededor del ring donde dos gallos se descojonaban para su deleite. Amarradas a sus patas, unas espuelas de metal afiladas brillaban al vuelo. El sonido de estas al estrellarse en el cuerpo de su contrincante me dejaba un sabor amargo en la lengua. Esto, sumado a los gritos y furia de espectadores sedientos de violencia y sangre, me dio un mareo de esos que sientes que alguien te llama. Con lo que pensé era mi última bocanada de aire, me empujé hasta la puerta de salida…
Papito salió medio frikiao buscándome. Yo yacía sobre un block de ocho de cemento buscando aire como el que se entrena en una clase de Lamaze.
—“Montro, ¿y qué fue?”
Le expliqué que aquel jolgorio fue demasiado para mi estómago en ayuna. Papito había crecido entre trabas y manilos como el que se cría viendo Arcoiris Rainbow Brite o José Miel. Para él un gallo era una especie de samurai sacado de una película de Kurosawa, o el Ronin de Frank Miller. Él los veía con elegancia, porte, gallardía; al parecer yo veía el show detrás de bambalinas. Papito se había criado con su papá en Navarrete. Era todo una leyenda por esos lares, una especie de King Cock, y papito tenía aspiraciones a convertirse en King Cock 2.0, pero le gustaba demasiado “el romo y las mujeres vagabundas” y esto le ocupaba el tiempo que merecía lo otro.
Dentro del complejo-arena, Papito me remolcó hacia un bohío de una doña que vendía víveres con e’pagueti. No lo pensé dos veces y me comí un plato “entre pecho y espalda”. Con cada cucharada el color y la coherencia regresaban a mí como el hijo pródigo. Bebía una soda amarga para botar los gases después de aquella tremenda dosis de pasta. Papito me dijo que eructar después de la comida hacía que la digestión se acelerara. Yo estaba en un estado que todo lo que me oliera a mejoría me hubiese convertido en feligrés.
Mientras me debatía en el existencialismo del “aftermath” de un mareo, Henny, con cara de angustia, proclamaba el fin del único frasco de ron que nos había acompañado amablemente hasta la gallera.
—“George quiere hacer la colecta pal pote. No le den dinero a ese saitiadó. El no pone dinero o se queda con la devuelta.”
Henny no trabajaba y recibía una beca que su madre, quien marchó a Nueva York hace seis años porque no era que la piña estaba agria sino que “no había piña”, le facilitaba para que comprara artículos de primera necesidad y pagara agua, luz y teléfono. Pero como dijo un filósofo caribeño, “la noche es de los bares y las amigas” Ese expediente era más conocido en los moteles que en su propia casa.
Me tocó ir por la siguiente botella de ron. Para mi sorpresa el colmado en turno tenía un especial de Semana Santa con los rones: un 2×1 por ser Domingo de Ramos. Pedí dos, una funda de hielo y dos refrescos; y claro, la devuelta me la dieron en “menta verde”.
Cuando regresé los tígueres habían decidido entrar a la fiesta de la banda Estrellas de la Línea y el Cielo Infinito, un conjunto nuevo que estaba arrasando por la zona, modernizando mucho de los temas de Tatico Henríquez. Yo andaba sin ni uno. Estudiante de universidad en crujía a la merced de conocer al que estaba en la puerta, o de algún acto de filantropía parrandera.
Desde la puerta, aquella fiesta parecía como aquel día en que los Beatles llegaron a Norteamérica, locura total y éxtasis. El saxofonista perdido en un solo enloquecía la audiencia mientras el cantante principal le decía a todo pulmón que le diera por la cabeza seguido por unas palabras, que según George eran en inglés. George trabajaba en una agencia de viajes en Philadelphia. Él había nacido en los Estados Unidos y como todo extranjero tenía un amor indescriptible por lo que él llamaba la cultura, esa minutiae de cada día. Cada vez que se daba la oportunidad arrancaba para el país sin pensarlo vez y media.
Los vientos de cuaresma por estos lares son un mito. Aquí solo se siente el vaporizo de cuaresma. Esperé cantidad para poder entrar hasta que una chepa gloriosa me dio la oportunidad de colarme al deseado recinto musical. Los tígueres tenían ya rato haciendo coro en la fiesta. Yo afuera, jalando más aire que un compresor, esperaba. Adentro ya estaba feliz y orondo. Hechizado por el éxtasis del jolgorio, cuerpos que se retorcían al ritmo de los instrumentos, voces bañadas de ron alcanzado niveles de gozo bíblico. Yo escaneando el lugar en busca de féminas dispuestas a la maldad y el desorden. De pronto me encuentro de frente con Batracio, un elemento que siempre trae consigo la oscuridad y la mala onda. Me miraba con unos ojos débiles.
—“Lo-co, looo-co. Goza ahora que por ahí viene el Y2K y to e’to se va a ir pa la mierda. No’ van a borrá la maquina, loco. Acuérdate de Terminator”.
El Nostradamus del amargue me había abordado, y sentía que el pequeño y delicioso mareo que da la embriaguez se esfumaba de mi ser.
La aventura había acabado. Sentados en la acera frente a la gallera, el Batracio me hablaba pila de pendejá bajo la banda sonora del DJ de la fiesta que preguntaba: “dónde están las mujeres solteras”. Batracio bebía de una botella de ron a pico de la misma. De vez en cuando me brindaba, pero yo me negaba rotundamente ya que él tenía un visible y tremendo caso de inflamación en la comisura de los labios; es decir, boquera. En ese momento me di cuenta que no era un alcohólico, todavía, y que existían fronteras en mi bohemio libertinaje. Fue una hora bastante aburrida como aquellos paseos anuales del colegio al Jardín Botánico de la capital.
Me paré lentamente de la acera. El Batracio continuaba hablando sobre el fin del mundo. Se levantaba un polvillo fino de la carretera. Arranqué, con mi frustración a cuestas, a pie para mi casa. Volteaba de vez en cuando para cerciorarme de no ser perseguido por el Batracio, pero él seguía allí, sentado, dándose tragos lentos de ron tal vez con intención de auto erradicarse la boquera o quién sabe qué coño.
Francis Mateo is an actor and writer.
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