Su mirada me atravesaba la piel. Los ojos de él, fijos en la pantalla de la televisión. Mi cuerpo de veinticinco años, ansioso del tacto y el deseo, opacado por la indiferencia. El amor de la boda, en un convento colonial, se fue desvaneciendo. No hubo receta, ternura, dieta, maquillaje o lencería que lo rescatara. Tampoco conversación perfecta, por más que estudiara y quisiera conectarme con sus intereses intelectuales. Mi cuerpo era invisible y la angustia comenzó a anidar en la garganta.
Le daba vueltas a la comida en el plato y la escondía. No podía comer, ni tragar. El bulto de angustia cerraba el paso. Los huesos de las muñecas comenzaron a ser más visibles; los pechos, a desvanecerse. Intentaba decir “Mírame”, y las palabras se quedaban atoradas en la garganta. Intentaba pasar un bocado de fruta, y esta se atascaba también en ese mismo sitio. Un nido de amargura y dolor se formaba dentro de mí. Crecía con el material del despecho y la desesperanza. La venganza, quizás. Y él decía: “es que estás muy delgada, es que eres muy callada”. Y a veces ni siquiera decía nada, porque ya ninguna de sus palabras se articulaban para mí.
Mi madre me miraba preocupada y decía: “estás demasiado flaca”. Mis amigas repetían: “vas a desaparecer”. Los huesos delineaban ahora mi anatomía. Y a medida que mi cuerpo iba diluyéndose en el aire de la indiferencia, una noche de confusión, él extendió los brazos. Buscó a alguien y ahí estaba yo. Y los retazos de aquel cuerpo que antes yo presumía en las fiestas de juventud, volvieron a acomodarse y respondieron. Y un ser comenzó a crecer en ese vientre abandonado. Mi cuerpo volvió a ocuparse.
Con las primeras náuseas del embarazo, el nido de amargura fue expulsado de mi garganta. Volví a comer. Las caderas y los pechos retomaron su densidad. Todo en mí tenía ahora un propósito: escuchar música clásica para tranquilizar a la bebé, comer verduras y proteínas para que sus huesos fueran fuertes, vaciarme de la tristeza para no contagiarle mis lágrimas.
Él miraba de reojo mi panza, mi cuerpo en expansión. Sin embargo, a mí ya sus ojos transparentes no me daban vida. Estaba yo ocupada dando vida a otro ser. Mi bebé, mi niña.
Balanceaba el trabajo en una revista con la compra de la cuna, el cambiador y los pañales. Desmenuzaba cada detalle de mi libro sobre qué esperar durante el embarazo. Extendía las horas de oficina para no regresar a casa y evitar cruzarme con la ausencia. Así que escribía en mi pequeña computadora entrevistas y reseñas, y celebraba las fiestas organizadas por mis colegas por la llegada de la bebé.
Ante las primeras contracciones, mi marido me acompañó al hospital. Y cuando regresamos con nuestra bebé amarillenta, debimos de ponerla a tomar baños de sol en el balcón de casa. Su cabeza, llena de pelo oscuro; sus ojitos, entreabiertos. La leche escurría por mis pechos, y mi bebé crecía hasta ocupar todos esos espacios de los cuales yo había desaparecido. Y mi cuerpo, ahora rebosante de vida, de leche, albergue de vida, gestante, proveedor, no podía ya pasar desapercibido.
Pasaron los meses y la presencia de él se fue desvaneciendo. Dejó de dolerme su ausencia. Mi cuerpo ocupado en otro cuerpo, en otra vida; en palmear la espalda de la niña para sacarle eructos; abrochar sus mamelucos y acomodarla de ladito en su cuna, cómo se acostaba los bebés en esos tiempos. Mi vida enfocada en escribir para varias revistas, al tiempo que preparaba papillas y revisaba las salidas de próximos dientes. Horas ocupadas en cuentos y canciones, en mundos alternos de amor. Mi vida escrita en otro lenguaje compuesto de balbuceos y risas intempestivas.
Y cuando él desapareció, apenas me di cuenta. Porque el amor ya estaba tatuado en las estrías del vientre y en la sonrisa de mi niña. Y el amor nos rebasaba y ocupaba mis letras, textos, amigos, padres y familia. Cuando él quiso hablar su voz era tan tenue que no alcancé a distinguirla. Solamente lo apreté cerca, le di un breve abrazo y nos despedimos. Para nunca más volver a abrazarnos. Me mudé lejos y tuve otro niño. Hoy solamente nos encontramos en la cara de esa primera hija, en sus hoyuelos al reír, en sus ojos verdes. Su rostro idéntico al del padre ausente.
El amor se desborda, quizá algún día lo alcance a él.
Daniela Becerra Desde niña se refugia en las palabras leídas o escritas. Aunque siempre quiso estudiar Letras, es licenciada en Comunicación y cursó la maestría en Desarrollo Humano. Se graduó con una tesis sobre la participación de las mujeres en la literatura mexicana. Ha publicado ficción y no ficción en Literal Magazine, Nagari, Escritoras Mexicanas, El Beisman, Reforma, El Financiero, Harper’s Bazaar y Elle, entre otros medios. Editó Alcanzar el vuelo. Responsabilidad social en las empresas, publicado por Cemefi. En estos momentos de pandemia, pone su escritura al servicio de una organización social y ha escrito decenas de semblanzas de gente en necesidad. También espera la próxima publicación de su libro colectivo Palabras entrelazadas.
Twitter @danielabr3