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EL LLAVERO SILENCIOSO
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EL LLAVERO SILENCIOSO

En firme religiosidad, ella miraba en el reloj de la pared del fondo, la hora de salida. Agarraba su lonchera, cartera y chaqueta, mientras decía con voz cansada y alma serena 

–Hasta mañana Don Papo y no se olvide de traerme un regalo.

Don Papo siempre le llevaba un regalo desde que se hicieron muy amigos y los días en que su edad le cercenaba la memoria, él llegaba con un regalo invisible entre sus dedos, pero igual de importante para ella. Juntos se reían a carcajadas durante el acto de entrega.

Esa noche, sin ella saberlo, comenzaría un tormento temporal durante su caminata de regreso a casa que la haría dudar hasta de su propia sombra. 

Las calles eran las mismas; pocos cambios habían transcurrido desde que volvió al barrio. Las mismas casas, los mismos árboles, las mismas luces tenues colgantes y tambaleantes en los postes torcidos. La misma neblina que asustaba dos veces al mes y las mismas voces dentro de las casas con penurias a la hora de la cena.

Todo aquello era poesía para Dana, quien se sentía muy a gusto de volver al lugar donde pasó toda su niñez y adolescencia y ahora, después de terminar una licenciatura en la universidad de la ciudad, regresaba con ansias de salir adelante, pero dentro del mismo círculo vicioso común en los pueblos con pronunciada privación.      

Ella siempre fue de espíritu manso y bondadosa actitud. Su don de servicio le mereció el cariño de sus vecinos y no fue coincidencia del destino que estuviese dirigiendo en la biblioteca de su comunidad rodeada del vulgo. 

Sus pasos eran lentos y confiados. Tres calles, dos curvas y un circuito de casas muy juntas ya estaban grabadas en su memoria, como los sabores de la comida de su abuela que recién había fallecido. Se los sabía hasta el punto de poder caminar con la mirada puesta al suelo y detenerse justo a tiempo frente a la puerta de su hogar sin mayor esfuerzo.

Aquella noche caminando por la acera escuchó pasos detrás de ella. Eran pasos firmes y fuertes y dedujo que se trataban de pasos masculinos porque Dana era muy tradicional para creer que existiera una mujer con tales pisadas. No le prestó mayor importancia hasta que se percató de que los pasos seguían el mismo rastro que ella y trató de acelerar su andar a la misma velocidad que se aceleraba su corazón.

Días después, Dana se preocupó y cayó en cuenta que ya llevaba más de una semana siendo perseguida.  

–¿Quién está detrás de mí?

 –¿Por qué me persigue?

 –¿Qué querrá de mí?

 –¿Me irá a hacer daño?– Se repetía Dana, desde que giró la primera curva y volvió a escuchar los pasos intercalados con los de ella durante el recorrido hasta llegar a su casa. A pesar de las noticias de algunos sin alma que visitaban su comunidad los días que los trabajadores recibían sus salarios, ella nunca había sentido miedo pero continuaba con la incógnita de quién la perseguía y por qué. Las preguntas empeoraron en la cabeza de Dana, como un remolino desatado por la persona que la seguía. Sentía que si no aceleraba la marcha, sería alcanzada y ultrajada frente a su hogar, sin poder pedirle ayuda a su abuelo que estaba sentenciado de por vida a un sofá. 

Una noche Dana intentó girar la cabeza en dirección a su verdugo para verle la cara, pero la espasticidad de su cuello debido al terror, se lo impidió. Tenía esa absurda convicción provocada por el miedo, que, si no lo miraba y entraba de prisa a su hogar, se escaparía de él. Realmente eso le había funcionado, porque al momento de abrir esa puerta se desplomaba de alivio y le volvía el corazón al pecho. Retomaba aire y podía saludar a su abuelo disimulando su tensión.

Sus días transcurrían de manera lineal y sin por menores, pero sus noches se convirtieron en un demonio al cual tenía que enfrentar. Dejó de usar faldas porque su miedo le dictó que sería atacada sexualmente si el dueño de los pasos por fin la alcanzaba. Nunca tuvo la valentía de detenerse o de completamente girar la cabeza y ver de quién se trataba. 

Durante el día intentaba comentarle a Don Papo su pesadilla, pero el pobre, a duras penas podía acomodar los libros que devolvían los lectores antes de cerrar la biblioteca. 

“No creo que me pueda ayudar, al contrario, puede infartarse antes que yo muera a manos del dueño de los pasos”, pensaba para sí misma,  mientras lo miraba desplazarse en cámara lenta por los anaqueles llenos de libros.

 La misma despedida, la misma ruta, los mismos pasos. Otra noche de tortura para ella. Apresurando sus pasos, Dana pudo llegar a su entrada y con enorme sacrificio, silenciando las preguntas que le presagiaban el desenlace trágico, pudo mirar por el rabillo del ojo cuando su verdugo se detenía justo al lado de su casa y lentamente llevaba sus manos a sus genitales.

–¡Es un perverso, Dios mío, me va a violar!– exclamó Dana para sus adentros mientras se apresuraba a entrar y cerrar la puerta de la casa, de la misma manera que cerraba sus pensamientos, disimulimulando hasta llegada la hora de dormir, aunque llevaba dos semanas sin pegar el ojo. 

Este fin de semana de trabajo Dana y Don Papo tuvieron que quedarse unos minutos de más para terminar de acomodar una donación de ejemplares que recibieron de un escritor local que recién publicaba otra de sus obras. Entre risas e historias del pasado, Papo animaba a su pensativa compañera. 

Terminada su jornada, Dana se dispuso a salir y como de costumbre, buscó con sus oídos los terribles pasos que la atemorizaban cada noche y los escuchó. Los escuchó, pero no de la manera acostumbrada; no con la misma capacidad torturadora que las noches anteriores y ella no entendía el por qué. Era como si nada la persiguiera ese día, como si los pasos perdían fuerzas mientras ella invocaba el miedo en medio del titubeante pensamiento que la embargaba. Levantó la cabeza levemente y notó que unas botas negras caminaban delante de ella haciendo juego con el sonido que su cabeza ya conocía por demás.

Era un joven de mediana estatura que vestía completamente de negro. Dana entrecerró sus ojos y sin darse cuenta se estaba acercando demasiado. Un poco mas cerca pudo confirmar que de la mochila del chico cargaba en la espalda, colgaba un carnet de una empresa conocida. Era un trabajador. 

Siguieron caminando juntos, digo juntos porque con la epifanía que había recibido ella, no pudo sacarlo de su cabeza, ni dejarlo de mirar y perseguir. Ahora quiso saber dónde se detendría y si sus botas estaban enojadas para hacer que esos pasos sonaran como truenos.

La joven no le quitó la mirada ni un solo instante. Pudo observar que llevaba sus manos dentro de los bolsillos. Debía de conocer tanto como ella el camino con exactitud porque nunca levantó la cabeza y, cuando la noche hizo una pausa, Dana pudo darse cuenta que el joven oía música a muy alto volumen.

Ya estaban a tres puertas de la casa de Dana cuando el joven se detuvo, metió sus manos en la zona de los genitales y como todo un personaje sacado de una película de Tim Burton, giró su cabeza mirando fijamente a Dana quemándola en el instante.

–¡Ay no! ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué hago para que no sepa que lo perseguí? Creo que yo misma me he puesto en sus manos– Pensó Dana.

–¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¡Dios ayúdame! –Continuaba.

Dana frenó instintivamente y sus ojos se quedaron viendo fijamente por unos instantes.

–¡Es mi momento ya! –Concluyó ella, esperando el ataque.

–Buenas noches vecina, hoy le tocó a usted cuidar mis pasos. –Le dijo él con cara de sorpresa fingida.

–¡No! ¡Si! –Titubeaba ella y temblando de miedo escupió: 

–Yo vivo justo al lado, me están esperando.

–Claro que se donde vive, vecina. Yo la he seguido hace unos días, pero solo porque coincidimos en el camino, no me vaya a ver como un psicópata vecina. –Dijo muy relajado y sonriente.

En ese instante, sacaba de su entrepierna un llavero en el cual rebotó un rayo de luz que pasó como una ráfaga de fuego ante los ojos de Dana, llevándose consigo el temor y la palabra verdugo. 

Entró inmediatamente a su casa, no sin antes decirle a Dana:

–Bueno, ya llegué a salvo, gracias por cuidarme, nos vemos mañana a la misma hora, vecina.

Por algún motivo ella nunca escuchó el llavero sonar, sin darse cuenta que el solo se detenía para entrar a su casa. Lo último que visualizó Dana, aún estando pasmada y con cara de tonta, fue el carnet colgando de la mochila haciéndole un gesto de despedida.  El golpe de la puerta al cerrarse la trajo de vuelta. Se incorporó, pestañeó y caminó a su destino con el ceño fruncido y su pensamiento acomodado.


Honey Mejia

Biografía

Nacida en La República Dominicana a principios del 1984. Es maestra y conferencista. Ha colaborado con instituciones no gubernamentales, coordinando grupos de adolescentes promotores de educación sexual y reproductiva, donde pudo conjugar las conferencias con su pasión por la escritura, creando manuales educativos y promoviendo el sexo seguro con historias digeribles para su público adolescente. Siendo maestra del nivel pre escolar, tuvo la obligación de desarrollar currículos para el aula de clases que le  motivaron a crear contenido y a dejar volar su imaginación.

Apasionada de la fotografía y las colecciones, en estos momentos reside Nueva York, donde se ha inclinado por la poesía, teniendo en su haber un compendio de mas de 70 poesías inéditas. Sexo y desamor son los temas principales que permean sus rimas. Su espiritu soñador y la capacidad de observar lo positivo en las personas cada día, han sido su major musa. Su vena de escritora lo heredó de su madre y su desenvolvimiento creativo lo obtuvo de su padre, un gran conversador. Con esas bases genéticas y viviendo en la capital del mundo, procura continuar escribiendo y desenredar letra a letra sus mas íntimos pensamientos.

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