Papá y mamá están otra vez en su habitación discutiendo.
—¡No hables fuerte que nos escuchan los chicos!
Ellos creen que no nos damos cuenta de lo que pasa. Mamá no deja de reprocharle a papá que las cosas no dan para más. Le reclama que está cansada. Se desahoga recurriendo a aquella voz estridente que se escucha por todos los rincones de la casa. Él hace igual.
—¡Te la pasas quejándote! —le replica papá —.¡¿Crees que eres la única mujer que tiene hijos y trabaja?! Hago lo mismo que tú, pero no te lo ando echando en cara todo el día.
Yo me pregunto:«¿qué es lo hacen por nosotros?¿Qué los ha llevado a tanto desgaste?»
Siento culpa. Una carga que crece con el paso de los días.
Nos sentamos a comer en familia, pero nadie habla. Solo se oye el sonido de los cubiertos. Llevamos años viviendo así. Claudio y yo nos apresuramos a terminar la cena para acelerar la indigestión que nos produce esa atmósfera pesada que flota sobre la mesa. Él se levanta, lleva su plato a la cocina y se escurre hábilmente hacia el recibo de la casa, agarra sus enormes audífonos, se los pone y así se aísla de todo lo que sucede a su alrededor. Lo salva Call of Duty…Aprieta el gatillo una y otra vez desquitándose la furia contra el control remoto y los mata a todos. Así su rabia desaparece. ¡Qué suerte la de mi hermano! A mí nunca me gustaron los videojuegos.
Me encierro en mi habitación. Está fría. Le pongo el seguro a la puerta. Las paredes parecen caerse encima de mí. Me duele todo el cuerpo. Estoy muy cansada. Por las noches apenas puedo dormir, las horas del día se me hacen eternas. A veces sudo hasta mojar el pijama, pero lo peor es mi cabeza, no se calla.
Quisiera que fuéramos una familia normal y no tener que escuchar sus reproches todos los días. No hay un solo espacio en la casa donde sus voces no retumben. ¿Cuándo van a ponerse de acuerdo? Gritan. Gritan. Gritan. No saben dialogar de otra manera. Quiero llorar. No sé cómo hablarles. No sabemos cómo hablarnos unos con otros. Desearía no estar aquí para no tener que sentirme responsable de sus problemas. ¿Qué diferencia haría si yo no estuviera?
Me acurruco en mi cama dando vueltas sobre mi colchón una y otra vez. Pruebo mil posiciones hasta que finalmente me alzo y me acerco a la ventana mirando hacia abajo. Mis ojos se pierden en ese vacío. Veo a los demás.
—A mí, nadie me ve.
Digo en voz alta cómo si quisiera que alguien me escuchara. Entre la penumbra aparece una sombra.
—¿Quién es? ¿qué hace en mi cuarto? —pregunto sobresaltada.
—Tú lo sabes —dice.
«Ya he escuchado esa voz».
—¿Por qué está aquí? —le digo intentando verle el rostro. «Sé que le puse el seguro a la puerta, ¿cómo hizo para entrar?»
—Vine porque me invitaste.
«¿Qué diablos está diciendo?» Mi corazón palpita muy rápido y aunque quiero gritar, no lo consigo.
—Sabía que te iba a encontrar mirando por la ventana. «Además, por si no te percataste, ya tienes ese olor rancio que reconozco enseguida».
Su aspecto es extraño. Apenas logro ver su silueta en medio del desorden y la oscuridad.
—¿Cómo entró? —le pregunto. «Es lógico que no fue por la puerta, ¿estaré alucinando?»
Ella no me responde.
«¡Por favor! ¿Te haces la tonta? ya he estado otras veces en tu cuarto y por la misma razón».
Me quedo en silencio, un silencio que me aturde. Me doy cuenta de que ya no me interesa nada. No me importa quién es, ni qué hace aquí y es entonces cuando, sin poder reprimir el llanto, le digo:
—¡Solo quiero acabar con todo esto! ¡Estoy muy cansada! ¡No sé nada, no sirvo para nada!
—Sabes — afirma—, claro que sabes…. «Además, te tengo justo donde te quería, allí, al borde. Concluyamos de una buena vez este asunto».
—¡Silencio!¡Déjame en paz! —le suplico.
La sombra no se va. Sigue allí, parada en esa esquina. El miedo se vuelve una pelota de boliche dentro de mi estómago vacío. Mi vida es un túnel, en él, no entra la luz.
—¿En serio quieres que me vaya? Fuiste tú quien me llamó.
—¡No, no lo sé! Solo sé que no soporto más. ¡No quiero vivir así el resto de mi vida!
Esta vez sí grito, y mi atención vuelve al hueco de la ventana. Entonces, “ella” se me acerca y como si supiera lo que estoy pensando, exclama:
—¡Exacto! Por eso estoy aquí.
Me rasguño los muslos con lo que me queda de las uñas, sin darme cuenta del daño que me causo.
—No tienes que tener miedo —me confirma incitante la voz—. Es rápido, rápido, te lo prometo.
La adrenalina sacude todo mi cuerpo provocando un temor confuso, pero también irresistible. Me pregunto si dolerá.
—¿Está segura?
Luego de ese instante de duda, “ella”, la voz, me contesta:
—Totalmente. Solo mírame a los ojos para que te convenzas.
Justo cuando la sombra, ya a pocos pasos de mí, está a punto de mostrarme su rostro, tocan a mi puerta y “ella” enseguida desaparece. Abro. Papá y mamá están allí parados uno junto al otro en la entrada de mi cuarto. Me miran. Tienen los ojos hinchados pero la expresión de su rostro es distinta a la de otras veces en las que han discutido. Mi corazón palpita velozmente, creo que se me va a salir del pecho. Mis manos se sienten húmedas y siento que me voy a desmayar. No entiendo qué pasa. No sé si mi expresión me delata. De pronto escucho la voz de papá:
—Tenemos que conversar contigo y tu hermano, hija. Será una conversación importante, pero estará todo bien.
—Sí, estará todo bien — agrega mamá, con un tono que esta vez es suave y sereno—. Es por la salud mental de todos, ya verás.
Yo camino detrás de ellos arrastrando los pies hacia esa mesa del comedor donde nadie habla. Papá se da la vuelta y me mira. Luego, me abraza fuertemente mientras que me susurra al oído:
—Quédate tranquila. Te prometo que no habrá que encerrarse de nuevo en el cuarto.
Es allí cuando mis lágrimas se desparraman sobre su hombro y logro finalmente respirar convencida de que está vez la visitante no volverá nunca más a mi alcoba.
Verónica Urdaneta nació en Caracas, Venezuela, en noviembre de 1966. Vive en California desde hace tantos años que ya los ha dejado de contar. Trabaja para la Universidad de Berkeley creando oportunidades educativas para jóvenes con la esperanza de que las nuevas generaciones puedan descubrir el goce y el sentido del aprendizaje. Aprendió a conocer la nostalgia del inmigrante extrañando cada día la luz y el calor del trópico, buscando en cada esquina, el verde de las plantas que se desbordan de los balcones en los edificios de su ciudad natal. Su vida es su familia, son tres hijos que le arman y desarman la vida, tres hombres que la inspiran a seguir cada día. Escribe porque está en su ADN, porque es su manera de vivir y sentir el mundo y porque piensa que a través de algún personaje o historia puede tocar a alguien más allá de sí misma. Ha sido ganadora de la edición IX edición del concurso Cuéntale tu Cuento a La Nota Latina en la Categoría Cuenta Sin Cuenta, con su relato El Vuelo de La Memoria. Ganó también, con el relato León Espagueti, el segundo lugar del premio Macondos del Siglo XXI, otorgado en el 2022 por la Fundación
Universidad Hispana.